El 21 de mayo se celebra en Colombia el día de la afrocolombianidad, con el propósito de celebrar la abolición de la esclavitud en el país, la cual sucedió el 21 de mayo de 1851 bajo la presidencia de José Hilario López.
A este logro se suma la creación de la ley 70 de 1993, conocida como ley de comunidades negras, que permitió a las comunidades afro identificarse como grupo étnico. Esta ley fue el resultado del proceso de transformación constitucional dado en 1991 y que introdujo el reconocimiento de la diversidad étnica como un valor de la nación colombiana.
Pero más allá de las formalidades, ¿cuál es el panorama actual de estas comunidades?
A pesar del gran avance que ha representado el reconocimiento de las comunidades afro como parte fundamental de la identidad colombiana, la aplicación de las leyes en favor de estos grupos ha traído algunos efectos perversos.
La razón de ello es que el cambio constitucional y legal desató un proceso político complejo en el que varias comunidades que solían convivir de manera relativamente armoniosa (es el caso de las comunidades afro e indígenas en algunas zonas del país) se vieron enfrentadas por la lucha del reconocimiento. Con la Constitución de 1991, esa lucha no sólo ha adquirido un carácter social –es decir, la posibilidad de ser reconocidos como un grupo con características propias y diferentes a todos los demás–, sino que también se ha convertido en una lucha económica, en la medida que el reconocimiento de nuevos grupos étnicos está ligado a la distribución de nuevos recursos y a la posibilidad de reclamar territorios colectivos.
Alrededor de ello han surgido entonces dos fenómenos: 1) una ruptura en la convivencia entre diferentes grupos étnicos que se ven obligados a marcar con más fuerza sus diferencias para ser tratados de manera preferencial. 2) el surgimiento de nuevos grupos que pretenden reivindicar sus derechos históricos y que se sienten excluidos de la Ley de negritudes. Es el caso de los chilapos en el Chocó (cordobeses que migraron a la región y que la han habitado por más de 30 años) o los raizales en San Andrés.
Esta multiplicidad de actores y de culturas demuestra que en Colombia no es posible hablar de una afrocolombianidad. Por lo tanto, la ley 70 ha sido una herramienta insuficiente para comprender la complejidad cultural y, a pesar de que su intención ha sido la de generar inclusión, el resultado ha sido el contrario en algunos casos donde se han producido nuevos enfrentamientos entre las diferentes comunidades.
La situación anterior refleja la dificultad de los procesos de inclusión, pues se trata de convertir reivindicaciones culturales en derechos políticos y ello no siempre es compatible con los principios de igualdad y libertad prometidos a partir de la construcción del Estado-nación. ¿Por qué? Porque la promesa de la democracia moderna ha sido formar ciudadanos iguales, mientras que la promesa del multiculturalismo ha sido la de reconocer las diferencias (lo cual es muy enriquecedor y necesario), pero además, otorgar derechos nuevos por el hecho de ser diferentes, sin importar que tales derechos puedan estar por encima de los de aquellos ciudadanos que no hacen parte de ningún grupo o población minoritaria.
Así, aunque en la teoría se trate de mejorar las condiciones de aquellos grupos que históricamente han sido maltratados o ignorados, en la práctica se ha dado una radicalización del discurso multicultural que ha fraccionado la idea de nación en grupos cada vez más pequeños que luchan entre sí para obtener reconocimiento.
A lo que hay que apuntar entonces es a la construcción de una identidad pluralista, es decir tolerante con la diferencia, sin caer en la trampa de convertir este reconocimiento en un asunto de poder político en el que primen los intereses de las minorías sobre el interés común. Porque la riqueza de una nación está en su diversidad, pero siempre se necesitarán referentes comunes que nos hagan sentir parte de un misma historia y de un mismo destino.