La afrocolombianidad: un reto para la democracia

El 21 de mayo se celebra en Colombia el día de la afrocolombianidad, con el propósito de celebrar la abolición de la esclavitud en el país, la cual sucedió el 21 de mayo de 1851 bajo la presidencia de José Hilario López.

Fuente: wikipedia.org
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A este logro se suma la creación de la ley 70 de 1993, conocida como ley de comunidades negras, que permitió a las comunidades afro identificarse como grupo étnico. Esta ley fue el resultado del proceso de transformación constitucional dado en 1991 y que introdujo el reconocimiento de la diversidad étnica como un valor de la nación colombiana.

Pero más allá de las formalidades, ¿cuál es el panorama actual de estas comunidades?

A pesar del gran avance que ha representado el reconocimiento de las comunidades afro como parte fundamental de la identidad colombiana, la aplicación de las leyes en favor de estos grupos ha traído algunos efectos perversos.

La razón de ello es que el cambio constitucional y legal desató un proceso político complejo en el que varias comunidades que solían convivir de manera relativamente armoniosa (es el caso de las comunidades afro e indígenas en algunas zonas del país) se vieron enfrentadas por la lucha del reconocimiento. Con la Constitución de 1991, esa lucha no sólo ha adquirido un carácter social –es decir, la posibilidad de ser reconocidos como un grupo con características propias y diferentes a todos los demás–, sino que también se ha convertido en una lucha económica, en la medida que el reconocimiento de nuevos grupos étnicos está ligado a la distribución de nuevos recursos y a la posibilidad de reclamar territorios colectivos.

Alrededor de ello han surgido entonces dos fenómenos: 1) una ruptura en la convivencia entre diferentes grupos étnicos que se ven obligados a marcar con más fuerza sus diferencias para ser tratados de manera preferencial. 2) el surgimiento de nuevos grupos que pretenden reivindicar sus derechos históricos y que se sienten excluidos de la Ley de negritudes. Es el caso de los chilapos en el Chocó (cordobeses que migraron a la región y que la han habitado por más de 30 años) o los raizales en San Andrés.

Esta multiplicidad de actores y de culturas demuestra que en Colombia no es posible hablar de una afrocolombianidad. Por lo tanto, la ley 70 ha sido una herramienta insuficiente para comprender la complejidad cultural y, a pesar de que su intención ha sido la de generar inclusión, el resultado ha sido el contrario en algunos casos donde se han producido nuevos enfrentamientos entre las diferentes comunidades.

La situación anterior refleja la dificultad de los procesos de inclusión, pues se trata de convertir reivindicaciones culturales en derechos políticos y ello no siempre es compatible con los principios de igualdad y libertad prometidos a partir de la construcción del Estado-nación. ¿Por qué? Porque la promesa de la democracia moderna ha sido formar ciudadanos iguales, mientras que la promesa del multiculturalismo ha sido la de reconocer las diferencias (lo cual es muy enriquecedor y necesario), pero además, otorgar derechos nuevos por el hecho de ser diferentes, sin importar que tales derechos puedan estar por encima de los de aquellos ciudadanos que no hacen parte de ningún grupo o población minoritaria.

Así, aunque en la teoría se trate de mejorar las condiciones de aquellos grupos que históricamente han sido maltratados o ignorados, en la práctica se ha dado una radicalización del discurso multicultural que ha fraccionado la idea de nación en grupos cada vez más pequeños que luchan entre sí para obtener reconocimiento.

A lo que hay que apuntar entonces es a la construcción de una identidad pluralista, es decir tolerante con la diferencia, sin caer en la trampa de convertir este reconocimiento en un asunto de poder político en el que primen los intereses de las minorías sobre el interés común. Porque la riqueza de una nación está en su diversidad, pero siempre se necesitarán referentes comunes que nos hagan sentir parte de un misma historia y de un mismo destino.

Y en los diálogos de paz en Colombia ¿Qué pitos toca la sociedad civil?

El proceso de paz en Colombia suscita todo tipo de reacciones entre los colombianos. Todo el mundo tiene algo que decir, sobre todo si se trata de presentar sus objeciones. Nadie está de acuerdo. Ni los grupos políticos, ni los económicos, ni la ciudadanía, ni los medios. Aparentemente sólo la comunidad internacional ha podido concertar que, efectivamente, el proceso de paz en Colombia es necesario. Ahora bien, aun no se sabe muy bien en cuáles hechos concretos se traducirá el apoyo internacional al proceso de paz.
Desde que se iniciaron los diálogos entre las FARC y el gobierno de Santos en septiembre de 2012, las críticas más repetidas frente a la manera en que se desarrolla el proceso han sido 1) la ausencia de la sociedad civil y 2) la posible amnistía a crímenes de los grupos armados.
Ambas son, por supuesto, críticas importantes que merecen ser tenidas en cuenta. Por el momento interesémonos en la primera de ellas.
Si los diálogos no cuentan con la legitimación de la sociedad colombiana ¿para qué nos serviría un acuerdo de paz firmado en un papel cuyos efectos no se verían reflejados en nuestra vida cotidiana? Si los diálogos no implican una reflexión sobre la justicia en el país ¿no correríamos el riesgo de seguir hundiéndonos en nuestra espiral de violencia?
¿Pero qué significa realmente la ausencia de la sociedad civil? ¿Acaso al votar por el gobierno de Santos los colombianos no le otorgaron la legitimidad necesaria para llevar a cabo los diálogos? ¿Cómo se debe manifestar entonces la sociedad civil? ¿Realmente habrá que someter a los votantes a un referendo en el que se les pregunte si quieren la paz o quieren seguir en guerra?
Lo que sucede es que a algunos les parece que no es contradictorio pensar al mismo tiempo en a) alcanzar la paz y b) acabar con los “malos”/los “terroristas”/los “asesinos”. Como si con ello no se convirtieran las víctimas en verdugos o como si perdiéramos de vista que no hay una frontera límpida entre los “malos” y los “buenos”, porque la verdad es que todos los colombianos, en cierta medida, son culpables de la violencia: los que la viven directamente y los que la ven a través de la pantalla, los que la reivindican y los que la quieren ocultar, los que insisten en la intransigencia del perdón y los que insisten en la intransigencia del castigo. A través de las acciones y de las omisiones, todos participan de la guerra en el país. Por ello Estanislao Zuleta insistía, con razón, en que nadie puede ser realmente apolítico: no interesarse por la política ya es asumir una posición política; la peor de todas, quizás.
¿De qué manera debe entonces la sociedad civil interesarse por los diálogos de paz?
Habrá que informarse, en primer lugar. Pero informarse no es lo mismo que consumir información. En vez de aceptar pasivamente la información para luego repetirla irreflexivamente, los ciudadanos deberían preguntar, participar y reflexionar en sus propias comunidades – por medios reales y virtuales – sobre este tipo de temas para formarse una opinión verdaderamente estructurada. Deberían aprender, por ejemplo, que los diálogos de paz no son una práctica desusada o insólita; se han realizado en Perú, en Nicaragua, en Sudáfrica. Deberían saber que existen instituciones en el país dedicadas esencialmente a realizar investigaciones sobre la paz, como el CINEP y medios de comunicación alternativos como RazónPública en donde se intenta exponer una visión más constructiva del conflicto. Deberían preguntarse en qué forma sus acciones inciden en la violencia en el país, y qué se podría hacer para participar – de manera local y simbólica – en la construcción de una sociedad menos violenta. La sociedad civil debe preocuparse, en resumen, por una vivencia democrática directa que complemente el proceso institucional de los diálogos de paz.

La libertad de prensa: ¿una tarea pendiente en América Latina?

El pasado 3 de mayo se celebró mundialmente el día de la libertad de prensa, fecha que ha buscado durante los últimos 20 años recordarnos la importancia de respetar y defender este principio básico para las democracias.

Fuente: www.laprensaus.com
Fuente: http://www.laprensaus.com

La primavera árabe o las protestas anti-globalización son acontecimientos que nos revelan que la posibilidad de conocer los hechos, opinar sobre ellos y, más tarde, tomar acciones en favor o en contra de algo es la forma en la que se vive hoy la democracia. La movilización es entonces una de las formas predilectas para manifestar la inconformidad con las instituciones y de generar cambios.

América Latina no ha sido la excepción en estas dinámicas. Los estudiantes chilenos demostraron, por ejemplo, que el gobierno debe tener en cuenta su voz para tomar decisiones acerca del sistema educativo. Los medios de comunicación (tradicionales y modernos) contribuyeron a que esta propuesta tuviera eco y sirviera como ejemplo a otros países con dificultades similares.

Sin embargo, muchos países de la región tienen aún una gran deuda en cuanto al respeto por la libertad de prensa, sobre todo, aquellos que a pesar de llamarse formalmente democráticos, están abrazando estrategias populistas y autoritarias que empobrecen el ejercicio ciudadano.

Es el caso de Venezuela, o incluso Argentina, en donde los medios de comunicación que no hacen parte del oficialismo no cuentan con las garantías necesarias para ejercer su oficio. Igualmente, tras el golpe de Estado en Paraguay, los medios vieron restringida su posibilidad de informar con libertad.

El presidente de Ecuador encarna otro ejemplo del fuerte enfrentamiento entre los medios de comunicación privados y el gobierno y constituye uno de los ejemplos más radicales. La razón que se atribuye a estas restricciones es la falta de neutralidad o de independencia por parte de los medios de comunicación. Sin embargo, muchas veces las limitaciones son el resultado de la paranoia de los gobernantes.

Esta situación demuestra varias dificultades en América Latina: 1) la incapacidad del sistema político de recoger todas las demandas sociales por lo que los ciudadanos recurren con más frecuencia a medios alternativos para manifestarse; 2) la ausencia de una cultura de oposición, ya que los gobiernos de turno se sienten amenazados con facilidad cuando reciben argumentos contrarios a los suyos; y 3) muy relacionado con lo anterior, la estigmatización del oponente político como enemigo personal, motivando indirectamente a aquellos que piensan diferente a refugiarse en grupos extremos o a callar sus opiniones.

Es importante reconocer sin embargo que para que la libertad de prensa sea un derecho y un principio defendible, los medios de comunicación deben poseer un alto sentido de responsabilidad social, ya que el poder que tienen sobre la sociedad civil es enorme y muchas veces, no cuentan ni con la prudencia necesaria, ni con el conocimiento pertinente para ejercer su función de comunicar.

Además de ello, no por el hecho de que los ciudadanos comunes tengan acceso a toda la información quiere decir que exista libertad de prensa y, con ello, democracia.  Es decir que para que el esfuerzo de dar a conocer la información tenga algún sentido, la sociedad debe estar interesada e igualmente, estar dispuesta a participar de la vida pública. De lo contrario, se trata de un derecho muerto.

Sin embargo, ciudadanos interesados en su democracia no es igual  a conocedores de todo, pues ha existido siempre información que resulta útil únicamente para las personas involucradas y que debe ser manejada por expertos, ya que de utilizarse sin conocimiento puede resultar perjudicial para la sociedad. Es el caso, por ejemplo, de las estrategias militares de los países en conflicto.

Así, es fundamental defender el principio de la libertad de prensa pero éste debe estar acompañado por un sentido de responsabilidad que muchas veces ha estado ausente en el caso latinoamericano. Estamos en un momento de la historia en la que reivindicamos casi a diario nuevos derechos que ni siquiera conocíamos, pero olvidamos rápidamente que con cada derecho aparece un deber. A lo que debemos apuntar entonces es a encontrar un equilibrio entre lo que debemos hacer y lo que queremos hacer.

El polvorín de la reforma educativa en México

Desde el lunes pasado, un clima de inestabilidad se ha tomado el estado federal de Guerrero, en el suroeste mexicano. La razón: una reciente reforma al sistema educativo mexicano, cuya principal novedad es la creación de un Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación que 1) garantice el establecimiento obligatorio de evaluaciones periódicas para los maestros públicos y 2) erradique la corrupción del sistema educativo [1].

Second Latin American Democracy Forum
Second Latin American Democracy Forum (Photo credit: OEA – OAS)

Para manifestar su desacuerdo con el contenido de esta reforma, la Coordinadora Estatal de Trabajadores de la Educación de Guerrero (CETEG) organizó varias marchas durante la semana pasada; éstas, sin embargo, degeneraron en motines graves. Las sedes de los principales partidos políticos mexicanos fueron asaltadas por diversos grupos de manifestantes armados y encapuchados[2].

¿A qué obedece este tipo de movilizaciones de contestación violenta? ¿Basta con explicarlo a través del gesto – entre displicente y apático – que señala que los manifestantes son simples turbas de desadaptados sociales?

Entre otras muchas cosas, hay que entender que las manifestaciones de Guerrero sólo están parcialmente relacionadas con la al sistema educativo mexicano. La reforma es apenas una excusa por la que se filtra el descontento social generalizado que se vive en esa región y que, si no se soluciona, podría llegar a propagarse hacia otros estados federales.

¿Y de donde proviene el descontento social generalizado? De la incapacidad del Partido Revolucionario Institucional (PRI) para movilizar una imagen renovada y eficiente de la democracia mexicana. Peña Nieto, de hecho, protagonizó el inevitable retorno de este partido al poder después de 13 años de ausencia en medio de una elección impugnada por fuerzas políticas y civiles. Pero el retorno del PRI era, en cierto sentido, inevitable porque el Partido Acción Nacional (PAN) no supo ni pudo enfrentar el problema del narcotráfico y de la corrupción que asolan a México.

En caso es que ni el PAN ni el PRI han podido realmente hacer frente a la degradación del a vida sociopolítica mexicana. Y frente a esta ausencia, la respuesta de la base de la sociedad ha sido, como dirían los mexicanos, “el desmadre”. 1) la corrupción, que antes se encontraba odiosamente reglamentada gracias al monopolio del PRI en el poder, es actualmente una especie de hidra de muchas cabezas que consume al Estado mexicano.  2) el narcotráfico contra el que el PAN luchó de manera infatigable pero torpe, también se ha reproducido en varios mini-carteles que hacen la ley en varios estados federales. Y 3) los grupos de autodefensas que han surgido como una respuesta – imperfecta y peligrosa – al narcotráfico y a la ausencia del Estado.

Son estos últimos grupos los que, según parece, han participado en las movilizaciones de la CETEG en el estado de Guerrero, convirtiendo las marchas en verdaderos motines. ¿Turbas de desadaptados sociales entonces? No, sin duda. Lo que verdaderamente nos indican las movilizaciones de contestación violenta es el desgaste de las frágiles democracias en la región.

Porque durante más de 100 años ha habido elecciones ininterrumpidamente, ciertos analistas siguen afirmando que México es la más estable democracia de América Latina. Una democracia, sin embargo, no se puede reducir a las elecciones. Sin duda, la alternancia los gobiernos es una de sus elementos definitorios. Pero además de este, una democracia se caracteriza por la resolución institucional de los conflictos y por la participación concreta de la ciudadanía. ¿Se cumplen esto en México? No. Y no se cumplirá mientras los partidos y los medios de comunicación sean el nido de la corrupción del país, y mientras el principal grupo de poder siga siendo el incontenible  narcotráfico que, aliado a los partidos, impide la verdadera prosperidad en la sociedad.

¿Es mejor malo conocido que bueno por conocer?: sobre las elecciones en Paraguay y el cambio político de la región

América Latina se ha debatido a lo largo de las últimas décadas entre gobiernos de izquierda y derecha, que a pesar de mostrarse como opuestos ideológicamente, no han logrado obtener resultados muy diferentes en cuanto a temas como la superación de la desigualdad o la concentración de tierras. Estos temas que han marcado la historia de la región, siguen pendientes en todas las agendas, sin importar quién se encuentre en el gobierno.

Fuente: ntn24.com
Fuente: ntn24.com

Los esfuerzos, sin embargo, han sido muchos. En la década de los noventa, la región se sometió al cumplimiento de las recetas dadas por los organismos financieros internacionales en el afán de insertarse en las dinámicas mundiales. Esta decisión se tomó tras ver el fracaso de modelos como el de sustitución de importaciones que a pesar de estar basados en ideales favorables para el desarrollo interno, no resultaron sostenibles en el plano económico.

En esta época las decisiones de apertura económica y aplicación del neoliberalismo parecían más compatibles con gobiernos de derecha, por lo que, tras su fracaso en el intento de responder ante las problemáticas económicas y, sobre todo, sociales de la época, los ciudadanos movieron el péndulo hacia la izquierda.

Las promesas reivindicativas de esa izquierda lograron movilizar a grandes masas. Es el caso de países como Venezuela, Ecuador o Bolivia que retomaron elementos populistas del pasado y que han considerado que por medio de medidas como el alto gasto público o el otorgamiento de subsidios para ciertos sectores de la población se superarían problemas como la pobreza y la desigualdad.

Sin embargo, las elecciones de Paraguay realizadas este domingo nos demuestran que el discurso aparentemente renovador de la izquierda latinoamericana se ha desgastado y se puede percibir que el péndulo se mueve una vez más hacia la derecha. El presidente electo, Horacio Cartes, representa al partido Colorado que por más de 60 años gobernó el país y que había perdido el poder tras la llegada de Fernando Lugo en 2008. Este  exsacerdote proponía discursivamente la defensa de los pobres y de los excluidos y brindó esperanzas de cambio a los paraguayos.

A pesar de ello, Lugo fue destituido en junio del año pasado por el Congreso al ser considerado responsable de la matanza de Curuguaty, un episodio oscuro y confuso en el que murieron 11 campesinos y 6 policías en la lucha por un territorio. Esta situación fue considerada por la región como un golpe de Estado, demostrando así que América Latina no se ha librado de viejos fantasmas a pesar de algunos avances democráticos.

Lo anterior nos indica dos cosas: en primer lugar, que Latinoamérica es una región que no ha logrado ponerse de acuerdo sobre lo fundamental, es decir, sobre aquellos temas que deben trascender las posiciones políticas y que dan cuenta de una visión conjunta de nación. Mientras que los esfuerzos no se concentren en lograr acuerdos mínimos comunes, cada gobernante de turno intentará crear nuevos modelos que estarán destinados al fracaso por no tener en cuenta la complejidad de las problemáticas, ni el bagaje histórico de estas. Así, el modelo económico o la garantía de los derechos fundamentales, por ejemplo, no deberían ser temas cuyos dueños sean grupos “de izquierda” o “de derecha”, sino decisiones conjuntas de una sociedad que, conociendo su historia, tiene una idea clara de su presente y su futuro.

En segundo lugar, este cambio político de la región muestra que la izquierda latinoamericana no ha logrado llenar adecuadamente los vacíos dejados por una derecha que muchas veces ha sido retrógrada. Puede ser que se deba a la falta de experiencia para gobernar ya que históricamente ha ocupado el lugar de la oposición.

La solución podría estar entonces en exigirle mejores gobiernos a partir de la experiencia adquirida en el ejercicio de gobernar. Sin embargo, las elecciones recientes nos demuestran que en política las oportunidades son escasas, y que la mayoría de los electores optan por pensar que “es mejor malo conocido que bueno por conocer”. Así, el riesgo de continuar sumergidos en los problemas estructurales está vigente, porque lo que la región necesita no es un gobernante de una determinada corriente política, sino de líderes que superen las mezquindades partidistas y construyan, tanto desde el gobierno como desde la oposición, un proyecto de país incluyente y fundado sobre bases democráticas sólidas.

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos: ¿un organismo en vía de extinción?

El pasado 22 de marzo se obtuvo el acuerdo sobre la reforma a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), discutida durante los últimos dos años. Si bien el propósito formal de la reforma consistía en fortalecer el organismo para que adquiriera una mayor pertinencia en sus decisiones, algunas propuestas se dirigían a la reducción de la financiación de ciertas relatorías (subdivisiones temáticas de la Comisión). Sin embargo, tales propuestas no prosperaron.

imagesPor esta vía de la reforma se había orientado el grupo de países que integran la Alianza Bolivariana para los pueblos de Nuestra América (ALBA) y que en cabeza del presidente ecuatoriano Rafael Correa, logró una declaración cuyo objetivo era reducir las medidas cautelares (mecanismos de protección ante situación de peligro inminente), puesto que se considera que tales medidas han obstaculizado algunos procesos económicos y políticos de países como Brasil o Venezuela. Esta declaración fue firmada por 19 países.

 En otras palabras, el ALBA considera que la forma en que se han defendido los derechos humanos representa una amenaza para la autonomía de sus gobiernos.

Esta oposición frente a la Comisión no había tenido mayor eco hasta ahora, pero la situación se modificó drásticamente cuando Brasil decidió unirse al clamor para obtener una reforma de fondo. Esta potencia regional cambió de posición al ver obstaculizado su proyecto económico de construir una gran hidroeléctrica cuando la CIDH detuvo el proceso exigiendo una consulta previa con las comunidades nativas de la región afectada.

Otros países como Uruguay (con el caso de la Ley de Caducidad) o Colombia (con el caso del Palacio de Justicia) encuentran incompatibles las sugerencias de la CIDH con sus decisiones internas, por lo que durante los últimos años un ambiente de tensión ha gobernado las relaciones entre algunos Estados y el órgano internacional.

Por su parte, los medios de comunicación y algunas organizaciones que representan a la sociedad civil han desplegado una campaña de defensa del funcionamiento de la CIDH, pues para ellos el verdadero peligro radica en que se eliminen las medidas cautelares y que se reduzca la financiación de relatorías como la de libertad de expresión.

Lo curioso de este conflicto de intereses es que se ha desarrollado lejos de la opinión pública, pues son muy pocos los ciudadanos latinoamericanos que conocen la situación, y de aquellos que la conocen, son aún menos los que consideran que la discusión tiene un impacto social sobre la defensa de los derechos humanos.

Cabe recordar entonces que a pesar de la inoperancia de la Organización de Estados Americanos (OEA) dentro de la que se enmarca la CIDH, éste sigue siendo un escenario importante en términos de lucha de intereses políticos y económicos. Si esta pugna no es seguida por la sociedad civil,  puede convertirse en una dolorosa realidad la amenaza de limitar, e incluso, eliminar los acuerdos regionales sobre temas como la defensa de la democracia en general y de los derechos humanos en particular.

En esta ocasión los países miembros han acordado continuar con el fortalecimiento de la Comisión, pero ha quedado abierta la posibilidad de reformar en un futuro no muy lejano, algunos puntos cruciales que siguen siendo la piedra en el zapato de muchos países de la región, lo que implica que nada está garantizado en el tema de derechos humanos. Los acuerdos internacionales siguen estando atados a la voluntad de los gobiernos de turno.

Lo anterior demuestra que la democracia no se  agota en acuerdos firmados por las partes, sino que es una tarea continua, un proceso siempre inacabado en el cual la sociedad debe vigilar celosamente las condiciones acordadas y debe exigir de sus representantes la permanencia de los acuerdos, o su renovación siempre con miras a respetar las necesidades comunes y no los intereses sectoriales.

La CIDH es un buen ejemplo de esfuerzo colectivo para superar las dificultades que cada país tiene en términos de impartir justicia y, por lo tanto, su defensa es la oportunidad de aceptar que la primacía del interés colectivo es una vía acertada para materializar los principios, muchas veces abstractos, de la democracia.

Guatemala: los riesgos de una paz en la desigualdad.

Durante los últimos dos meses, el Comité de Unidad Campesina (CUC) de Guatemala ha venido denunciado la reactivación de la violencia rural en el país. El CUC es una organización que tiene más de treinta años de existencia. Sus objetivos se centran en la defensa de los intereses campesinos y en la búsqueda de una reforma agraria que sigue estando pendiente.

Este domingo, el secuestro de cuatro campesinos encendió de nuevo las alarmas de la organización que, una vez más ha iniciado una movilización, exigiendo al gobierno de Otto Pérez una respuesta contundente.

Alrededor de estos hechos, hay varios problemas latentes que no se han podido ni querido solucionar en Guatemala en las últimas dos décadas.

En primer lugar, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha constatado desalojos campesinos en zonas donde grupos multinacionales tienen intereses a) de explotación minera, b) de monocultivos, y c) de hidrocarburos.

Junto con ello, el CUC denuncia el abandono del Estado y el aumento de la criminalidad en la zona del sureste guatemalteco, en donde fueron secuestrados los campesinos.

Así, 17 años después del fin de una larga guerra civil, los problemas rurales que fueron una de las causas del inicio del conflicto, siguen existiendo. Tal vez ello sirva para recordarnos que los tratados de paz que suelen acabar las guerras tienden a ser malinterpretados tanto por la sociedad civil, como por sus líderes. Pensamos que, por declarar el fin de la guerra, la paz ya se ha conquistado. Pero, infortunadamente, no es así. Los fenómenos sociales son realidades mucho más complejas.

El fin de una guerra civil es simplemente la aceptación de que a través de la violencia, sea esta ciega y desordenada o maquinal y totalmente normalizada, la sociedad pierde su sentido. Así, la firma del tratado de paz en Guatemala, que no fue un ejercicio improvisado, sino que requirió de más de diez años de negociaciones, muchas veces tensas, entre los diferentes gobiernos con los grupos guerrilleros, tendría que haber implicado la puesta en funcionamiento de nuevas herramientas para reconstruir una sociedad que – en su totalidad – sufrió 36 años de guerra.

Sin embargo, aparte de los esfuerzos – sobre todo de índole simbólica – a favor de la reconstitución social y de la reparación a las víctimas, los últimos gobiernos nos han sabido comprometerse en la implementación de verdaderas reformas de orden socio-económico que mejoren las condiciones de vida de la mayor parte de la población del país.

Para citar simplemente un ejemplo, el nivel del desarrollo en Guatemala, según el Índice de Desarrollo Humano (IDH), revela que este país se encuentra muy por debajo del promedio del continente. La pobreza, uno de sus principales problemas, se concentra además en las zonas periféricas del territorio nacional, lo cual indica que la desigualdad entre los centros urbanos y las zonas rurales acompaña e intensifica la gravedad de la situación.

En esa medida, se puede descubrir que la reforma agraria no es un capricho de un solo grupo que desconoce la realidad del país, sino una verdadera necesidad y una de las condiciones requeridas para el desarrollo y para la verdadera consecución de una paz duradera. Después de 30 años de existencia, tal vez vaya siendo hora de escuchar con más atención a los miembros del CUC

Eso sí, ese tipo de proyectos no pueden simplemente decretarse. No basta pues con una ley que determine la reforma. Es necesario que ello se acompañe, primero, de todo el aparato estatal que la haga cumplir, y segundo, de la instrucción social que exponga a la sociedad civil la naturaleza de la misma.

Sobre la libertad de expresión y Las controversias del debate homosexual en Costa Rica.

La libertad de expresión es una idea fundamental del pensamiento democrático moderno. En cierta medida, se supone que ese derecho, que consiste en la posibilidad que tienen todos los individuos de expresar públicamente sus ideas de manera argumentada, es uno de los pilares democráticos por dos razones:

Primero, porque garantiza que la información – y los debates alrededor de ella – sean difundidos a toda la ciudadanía; es decir, supone que los ciudadanos se interesan y están al tanto de lo público. En ese sentido, la libertad de expresión pretende evitar el monopolio de los conocimientos, de los debates y de las decisiones.

Y segundo, porque incita a la participación ciudadana y a la formación de la cultura del respeto. Por eso, el cumplimiento de este derecho implica, necesariamente, el escuchar los argumentos del otro. Y esto trae dos consecuencias fundamentales para la vida democrática: cuando el derecho a la libertad de expresión es verdaderamente respetado, los ciudadanos a) salen de la apática comodidad que genera el prejuicio y b) corren menos riesgos de caer en un ciego fanatismo.

Sin embargo, en el mundo contemporáneo parece que los ciudadanos hemos olvidado justamente las virtudes que tiene el respeto de este derecho para la democracia y hemos asumido la libertad de expresión de una forma totalmente distorsionada: no como una garantía para el debate público, sino como un arma que defiende una sola expresión y que, al mismo tiempo, acalla todas las otras. No es raro, por ello, que la democracia contemporánea sea a veces considerada como una nueva tiranía.

En vez de estimular la convivencia y la construcción de una comunidad entre iguales, el fanatismo democrático corre el riesgo de generar polarización y violencia en la sociedad. Así, los debates a favor de la igualdad del género, de la opción sexual, de la confesión religiosa, pierden su sentido original, convirtiéndose en discursos con carices extremistas. Por una parte, se niegan a escuchar otros argumentos; por otra, terminan convirtiendo toda disidencia en herejía; y finalmente, tergiversan la búsqueda de la igualdad en una lucha por una nueva supremacía de los que antes se encontraban en desventaja.

En consecuencia, en estos nuevos grupos se pretende que las mujeres que son amas de casa, que los homosexuales que no salen del closet y que los creyentes de cualquier religión hacen parte de un amenazante conjunto de sometidos o de imbéciles contra los que también se lucha.

Un ejemplo reciente de ello se vio la semana pasada en Costa Rica, en donde diversos movimientos homosexuales intentaron cancelar, por medio de una demanda judicial, la presentación de una conferencia en la que la homosexualidad sería tratada como una enfermedad. Finalmente, el máximo tribunal constitucional de Costa Rica dio vía libre a la presentación de la conferencia, argumentando justamente la defensa a la libertad de expresión.

Evidentemente, el caso es harto controversial, y podemos estar en total desacuerdo con los propósitos y los argumentos del conferencista. Pero, lo que justamente pone de presente tribunal constitucional de Costa Rica es que, en una democracia, el desacuerdo no se puede traducir en censura.

En vez de querer prohibir lo que incomoda, y de contentarse con las manifestaciones en donde el argumento es el grito y la defensa es la multitud, estos movimientos (y por supuesto también el médico que dicta la conferencia) deberían aceptar que la suya es sólo una lucha entre muchas, y que en una democracia deben existir las voces disonantes, pues de lo contrario se caerá en la trampa de las arengas entre sordos, en donde no es posible ningún diálogo.

Uruguay y su dilema frente a la justicia

Fuente: El Observador
Fuente: El Observador

En las últimas semanas, Uruguay ha revivido una controversia que se ha venido desarrollando por muchos años: ¿Qué hacer con los crímenes cometidos durante la dictadura (1973-1985) y con quienes los han cometido?

Inicialmente, Uruguay respondió con la creación de la Ley de Caducidad con la cual se daba una suerte de impunidad para aquellos que hubieran cometido crímenes en el periodo dictatorial. Ello ha sido muy común en los países que han vivido una transición hacia la democracia, pues de esta forma se ha creído que se otorga una cierta estabilidad al sistema político y se evita que las heridas recientes se transformen en acciones de venganza.

Sin embargo, la sociedad uruguaya dio un paso adelante en 2011 con la promulgación de una ley interpretativa sobre la Ley de Caducidad, estableciendo que los delitos cometidos durante la dictadura eran imprescriptibles, es decir, imperecederos en el tiempo, por lo cual se abría  la posibilidad de reclamar justicia por parte de las víctimas sin importar los años transcurridos. Las víctimas recibieron positivamente el nuevo marco normativo porque para ellas representaba una opción de reclamar justicia, verdad y reparación.

El 22 de febrero de este año, el panorama político se modificó drásticamente: La Suprema Corte de Justicia declaró la inconstitucionalidad de la ley interpretativa, aduciendo que ésta es contraria al principio constitucional de no retroactividad, ya que Uruguay incorporó la jurisprudencia correspondiente a crímenes de lesa humanidad en un tiempo posterior a la promulgación de la Constitución y, por lo tanto, tales crímenes deben ser juzgados a partir de la entrada en vigencia de las leyes internacionales.

Con esta particular posición del tribunal de justicia uruguayo se han desatado protestas sociales y se han reabierto viejas heridas, poniendo en discusión tres temas fundamentales:

1. El riesgo de la impunidad: Con el fallo de la Corte, el poder judicial se ve obligado a juzgar a los culpables de los delitos cometidos entre 1973 y 1985 a través de leyes alternativas, generando inconformidad social puesto que ya no podrán ser condenados por “crímenes de lesa humanidad” sino por razones diferentes. En ese sentido, el resentimiento que aún permanece en la sociedad uruguaya puede renacer con más fuerza al sentir que su derecho a la justicia no es tenido en cuenta.

2. El olvido y el perdón: En la mesa se pone nuevamente la discusión sobre hasta dónde es necesario perdonar para reconstruir el tejido social y hasta dónde se debe condenar para reparar y restituir el daño. La historia ha demostrado en varias ocasiones que sin el perdón, el camino hacia la reconstrucción es muy difícil, ya que la frontera entre las reivindicaciones por justicia y las reivindicaciones por venganza es muy tenue. La reproducción de un discurso de no olvido y no perdón puede contaminar entonces a las generaciones futuras a tal punto que el diálogo y el consenso se conviertan en metas inalcanzables.

3. El rol político de los tribunales de justicia: Con este tipo de decisiones, se abre una reflexión sobre el impacto de las decisiones judiciales en el ámbito político y social. Los tribunales latinoamericanos se han destacado durante los últimos años por un activismo judicial que en ocasiones ha producido un progreso social pero que, en otras, ha desestabilizado el sistema por ignorar variables que sobrepasan el ámbito jurídico. Así, es fundamental reconocer que los tribunales de justicia son actores políticos con intereses, prejuicios y valores particulares a partir de los cuales emiten sus fallos.

Y si bien es cierto que han sido creados con el fin de garantizar la supremacía de los principios constitucionales, se debe reconocer que es su interpretación de los mismos la que puede perjudicar o beneficiar el buen desarrollo de la Constitución.

Por ello, es fundamental que los pesos y contrapesos del sistema estén activados permanentemente, pues sólo a través del control mutuo de los poderes públicos, y el seguimiento por parte de la sociedad civil es que se evitará caer en una “tiranía” por parte del poder judicial.

Para Uruguay, esta es una oportunidad de replantear nuevas respuestas ante lo que se considera justo. Sin embargo, si la Constitución es el marco que defiende a los ciudadanos, y si, a su vez, la Suprema Corte es el órgano que defiende a la Constitución a través de su interpretación, ¿Quién defiende a los ciudadanos de la Corte cuando ésta interpreta la Constitución de tal forma que se opone a la voluntad general?

El castrismo: un modelo puesto a prueba

En un momento en el que la coyuntura internacional está sumergida en discusiones acerca de la renuncia al poder, algunas de ellas inesperadas, (como el caso de Benedicto XVI) y otras, esperadas o pronosticadas (como el caso del presidente Chávez a raíz de su convalecencia), aparecen ayer las declaraciones del presidente cubano Raúl Castro, en las que afirma que el gobierno que acaba de asumir nuevamente, corresponde a su último mandato.

Fuente: Telecinco.es
Fuente: Telecinco.es

A pesar de que la Constitución cubana favorece hasta el día de hoy la posibilidad de una reelección indefinida, Castro ha afirmado que no se presentará para un tercer mandato, dejando el camino abierto a nuevas figuras de la política cubana, dentro de las que se destaca el actual vicepresidente, Miguel Díaz Canel.

Y a pesar de que para algunos analistas este desapego al poder por parte de Raúl Castro puede deberse más a razones físicas que a intenciones políticas, el cambio que habrá en 2018 con respecto a la cabeza del gobierno es muy significativo. Díaz Canel, el posible sucesor, sería el primer líder de gran peso que no participó directamente en la revolución, con lo cual se daría finalmente la inevitable renovación de las élites dirigentes en la isla.

Con este panorama de futuro cambio político (aunque no necesariamente ideológico) se avecinan grandes retos para el castrismo:

En primer lugar, con la desaparición de los hermanos Castro del escenario político, la ideología comunista será puesta a prueba y se medirá el nivel de interiorización del comunismo en la cotidianidad de los isleños. Si ella es capaz de sobrevivir como modelo político, quedará demostrado entonces que los Castro han logrado construir, más allá de liderazgos particularistas, un discurso capaz de sostenerse por sí mismo y que se ha convertido en un elemento definitorio de la nación cubana. Así, es posible que el castrismo se esté jugando sus mejores fichas para garantizar una sucesión sólida y continuista, pero ello no es una tarea sencilla más aún, cuando después de 50 años el modelo ha causado fracturas políticas dentro del mismo partido comunista.

En segundo lugar, sería ingenuo ignorar que durante la última década, la revolución se ha sostenido en términos económicos gracias al petróleo venezolano. Con las recientes complicaciones del estado de salud del presidente Chávez, y la incertidumbre con respecto a cuál será el futuro político de Venezuela, los cubanos son conscientes de la importancia de diversificar sus fuentes de ingresos. En ese sentido, ya se han venido tomando algunas medidas de apertura económica (como la modificación de la política migratoria) que pretenden fortalecer la economía interna. Sin embargo, el proceso de apertura apenas comienza y los resultados pueden tardar un buen tiempo, lo que podría llevar a pensar en la necesidad de un modelo comunista a lo “chino”, capaz de desprender el poder político e ideológico del poder económico.

Por último, y como resultado de lo anterior, la relación entre el ciudadano y el Estado cubano ha comenzado a modificarse, pues la diversificación de la economía produce un cambio importante: en lugar de ser sostenidos por el Estado, los ciudadanos comienzan a sostener o, al menos, a subsidiar a ese mismo Estado, a partir de los impuestos que nacen con las importaciones o las remesas. Así, se puede desatar una serie de  exigencias y reivindicaciones por parte de los cubanos que terminen por paralizar el modelo político al ser incapaz de procesar las demandas de la sociedad cubana (si es que esta situación no es ya la que se está viviendo).

Queda claro entonces que más allá de la posibilidad de permanecer o no en el poder, lo que los hermanos Castro se están jugando en este momento es la continuidad y la continuación de su proyecto político. En estos cinco años tendrán que saber liderar la transición hacia un modelo sin su figura más representativa. De no hacerlo, se corre el riesgo de producir un vacío político tan grande que la sociedad, huérfana, se polarice y termine a la deriva en un mundo cada vez más competitivo y, por qué no decirlo, más capitalista.