Tensiones fronterizas en Latinoamérica: elementos para la reflexión

El más nefasto resultado de la pérdida colombiana en el litigio contra Nicaragua ha sido la acentuación de nuestro, siempre estéril y siempre atrasado, patrioterismo.
Es necesario aclarar que, la patria, en su sentido más amplio y más sensato, sólo puede existir en la intimidad, en la vivencia diaria, en la realidad más próxima. Ella hace referencia a la familiaridad y al compañerismo. Y es muy diferente esa vivencia íntima al a veces hueco simbolismo del patriotismo moderno. Quizás por eso vale acá recordar la muy apropiada frase de la película argentina Martin H: “¡La patria es un invento! ¿Qué tengo que ver yo con un tucumano o con un salteño? Son tan ajenos a mí como un catalán o un portugués. Una estadística, un número sin cara. Uno se siente parte de muy poca gente; tu país son tus amigos…”
Es quizás a causa de ese patrioterismo que el gobierno colombiano tardó una semana en acatar el fallo de la Haya. Sin embargo, detrás de ello persiste, soterrado, el debate sobre las medidas a tomar para evadir las consecuencias de la pérdida. Pero eso no es, en nada, sorprendente; nuestras sociedades se pueden enorgullecer de continuar la ufana tradición de entorpecer las leyes por medio de la  célebre expresión: “se obedece pero no se cumple”.

fuente: http://el-colombiano.tumblr.com/

Ahora, lo verdaderamente grave de ese doble proceder, patriotero y solapado, es que  podría estimular un nerviosismo nacionalista en torno al tema de las tensiones fronterizas en la región. Porque Nicaragua y Colombia no son los únicos con diferendos limítrofes. En Centroamérica, Nicaragua tiene pendiente la delimitación del Golfo de Fonseca con Honduras, y del Rio San Juan con Costa Rica.
Entre Colombia y Venezuela, subsiste  el diferendo sobre el golfo que los colombianos llaman el golfo de Coquivacoa y los venezolanos de Venezuela.
Contra Perú y Chile, Bolivia ha establecido sendas demandas por el litoral en el océano Pacífico.
Aparte de éstos, existen varios conflictos latentes por cuestiones fronterizas entre Brasil y Bolivia, entre Ecuador y Perú, y entre Paraguay y Bolivia. Sin contar la molestia que suscita en Argentina el que las Malvinas sean llamadas por los británicos las islas Falkland.
Podría decirse, por ello, que Latinoamérica es una región donde toda geografía es imprecisa, donde toda frontera es vacilante.
En el ámbito internacional, éste es uno de los factores que, junto con las divergencias ideológicas, dificulta la integración entre los Estados. A nivel interno la fragilidad territorial, entorpece, de un lado, la experiencia de la nación, y del otro, el ejercicio del poder soberano.
Sin una nación cultivada a diario y sin la posibilidad de una soberanía estable, es normal que solo quede el dolerse por la pérdida y el afanarse en vano por simular una cohesión social que no se manifiesta realmente en la cotidianidad.
Mejor sería, por el contrario, empezar a alimentar no un dolor por lo perdido, sino un verdadero interés por los territorios que se tienen, por los pueblos que los habitan y por la sociedad que allí se pretende formar.

Uruguay: un cambio de paradigma frente a la lucha antidrogas

Imagen de Infonews.com

A pesar de que la legalización de la droga es un tema que cobra cada vez mayor importancia en el debate público, son muy pocos los países que se han arriesgado a incluir tal debate dentro de la agenda legislativa. En América Latina es bien conocido el caso de Bolivia y su lucha por legalizar la práctica de mascar coca ante Naciones Unidas. Sin embargo, propuestas de este tipo no han sido bien acogidas a nivel político.
Durante las últimas semanas, el tema ha retomado su relevancia en la región gracias al proyecto de ley presentado por el presidente uruguayo José Mujica y aprobado, por ahora, en la Cámara Baja del Congreso por la coalición oficialista del Frente Amplio. En dicho proyecto se pretende que el Estado adquiera el monopolio de la producción, distribución y venta del cannabis con el propósito de atacar el problema del tráfico de drogas desde una perspectiva diferente. No se trata entonces de seguir considerando el problema de la droga como un asunto meramente de seguridad o de criminalidad sino más bien como un asunto de salud pública.
Las críticas por parte de la oposición y de algunos sectores de la sociedad uruguaya no se han hecho esperar, pues se teme que este tipo de medidas impulsen el consumo en los jóvenes. Sin embargo, el presidente Mujica ha explicado en varias ocasiones que se trata de luchar contra el prejuicio de la despenalización de la droga y que la política represiva no ha dado los frutos esperados. En su más reciente entrevista realizara por BBC Mundo, Mujica ha expresado para referirse a la lucha represiva contra la droga: «… me envenena, porque cada vez tengo que gastar más plata en policía, en cárceles y en las consecuencias. Y no tengo plata para atender a los enfermos».
Así, se pretende entonces crear un Instituto Nacional del Cannabis que regule el mercado de esta droga hasta ahora ilícita y que garantice a los consumidores (unos 75 mil en el caso de Uruguay) tratar con productores y distribuidores controlados por el Estado, impidiendo así la incitación al  uso de nuevas drogas. Además de ello, el dinero recaudado en el nuevo mercado estatal será dedicado a la creación de políticas públicas de prevención del consumo de drogas y de rehabilitación para las personas adictas.
Este proyecto, novedoso para la región, tiene altas probabilidades de ser aprobado puesto que el presidente cuenta con mayoría parlamentaria. Sin embargo, algunos miembros de la coalición oficialista encuentran aún algunos reparos en la futura ley y consideran que no es una solución adecuada para combatir el consumo de drogas.
Esta situación pone de presente la constante controversia que desata el tema. Sin ahondar en los argumentos de cada lado, es fundamental reconocer que la lucha antidroga desarrollada hasta ahora a nivel mundial no ha resultado eficaz, como puso de manifiesto la Comisión Global de Políticas de Drogas (CGPD) en los últimos años. Ello nos debe llevar a replantear las estrategias para ganar la partida a fenómenos como el narcotráfico y el aumento del consumo de estupefacientes. De allí, la pertinencia actual de Uruguay como nuevo interlocutor en la materia y como modelo alternativo al tratarse de una apertura política real y no de discursos pronunciados al aire.

En este sentido, es válido recordar los cuatro principios promulgados por la CGPD para reformular el problema de la droga: en primer lugar, las políticas antidrogas deben basarse en evidencia empírica y científica (y no en ideologías particulares o en medidas populistas como el incremento de penas); en segundo lugar, tales políticas deben respetar siempre los derechos humanos y la salud pública; en tercer lugar, su desarrollo e implementación debe constituir una responsabilidad global teniendo en cuenta las particularidades culturales, políticas y sociales de cada país, y, en último lugar, estas políticas deben desarrollarse de manera integral, incluyendo a las familias, escuelas, especialistas de salud pública y a la sociedad civil en general.
Nadie puede garantizarnos que la aplicación de estos principios nos otorgue la victoria en la lucha contra la droga, pero al menos demuestra un intento por romper con los viejos paradigmas que nos han sumido en mayor violencia y complejidad. El problema del mundo de hoy es que los argumentos económicos suelen pesar con mayor fuerza y saben alimentarse de argumentos morales y del temor de la sociedad ante los retos actuales.
Sin embargo, también a nivel económico un cambio de paradigma comienza a tomar fuerza: en días pasados el sitio financiero Market Watch afirmó que la marihuana comienza a verse como opción para inversionistas estadounidenses ya que el negocio de esta droga utilizada a nivel terapéutico generó mil setecientos millones de dólares en 2011. ¿Será esto suficiente para sentarnos a discutir nuevas alternativas?

Vea también «Fabricantes de ángeles: apuntes sobre la legalización del aborto en Uruguay»

Criminalidad en América Latina: soluciones simplistas a problemas complejos

Según las informaciones concedidas por las autoridades brasileras, el aumento de la violencia en São Paulo está relacionado directamente con las acciones perpetradas por el  grupo ilegal Primer Comando Capital (PCC). Además de dedicarse al narcotráfico, este grupo criminal opera como una red por medio de la cual los prisioneros de las cárceles de São Paulo continúan dirigiendo sus actividades ilegales.
De allí el interés del gobierno de São Paulo por trasladar a prisiones federales a ciertos presos particularmente peligrosos e importantes en la red PCC. Esa sería una solución al insólito aumento de la criminalidad en la región ya que supuestamente los aislaría de sus contactos con el exterior.
Por una parte, hay que resaltar que el caso paulista es sólo uno de los múltiples ejemplos de lo que ya se ha convertido en un fenómeno generalizado en Latinoamérica: el aumento de la criminalidad. Y por otra, es el resultado de la incoherencia y del afán con que nuestros gobiernos tienden a corregir los problemas socioeconómicos tanto en el Brasil como, en general, en la región.
La permanencia de pandillas criminales como las Maras en Centroamérica, o el surgimiento de las Bandas criminales a partir del proceso fallido de desmovilización paramilitar en Colombia, son otros dos ejemplos del fracaso que genera el proponer soluciones simplistas a problemas complejos.
Lo anterior es todavía más preocupante, en cuanto que el aumento de la criminalidad está directamente relacionado con el aumento de la desorganización social, que es una de las principales amenazas para la estabilidad de la vida democrática de nuestros países. Pero, en vez de una preocupación consecuente con la gravedad del problema y de una reflexión sobre la necesidad de una solución acorde, nuestros gobiernos presentan proyectos que solo han respondido a esto de manera coyuntural e insuficiente.
Debe ser por eso que el Latinobarómetro, que se encarga de medir la opinión sobre ciertos temas relacionados con la democracia en la región, ha indicado durante los últimos 5 años que los niveles más bajos de confianza de los ciudadanos latinoamericanos siguen estando relacionados con el tema de las garantías sociales y económicas. Por ello, no sorprende que, según la misma institución, lo que está menos garantizado en América Latina es la protección contra el crimen (30%) y la justicia en la distribución de la riqueza (31%).
A partir del momento en que nuestros gobiernos y nuestra sociedad hacen un mal diagnóstico sobre nuestros problemas, es menos probable encontrar una solución para los mismos. Esto sucede, por ejemplo cuando perdemos de vista que la criminalidad de una sociedad es la consecuencia de otros errores que no han sido solucionados a tiempo. Sólo cuando las causas directas de ésta sean solucionadas se disminuirán las altísimas tasas de criminalidad de nuestra sociedad.
En el caso latinoamericano dos son los factores principales que afectan directamente este tema. Primero, nuestros estados no detentan el monopolio de la violencia y, segundo, nuestras sociedades son cada día más desiguales.
Al carecer del monopolio de la violencia, el Estado fortalece la criminalidad por medio de la promoción dos fenómenos. Por una parte, se encuentra en una situación de incapacidad de medios para luchar contra los grupos ilegales y, por otra, estimula la formación de nuevos grupos dada la desconfianza de la sociedad en la fortaleza del Estado.
El tema de la desigualdad socioeconómica es todavía más preocupante, puesto que no sólo es un factor que promueve la criminalidad, sino que además, está relacionado con la percepción de injusticia social en el continente.
Por ende, es necesario que la búsqueda de soluciones tenga en cuenta estos dos elementos centrales y vaya más allá de las medidas coyunturales. El desarrollo de la democracia en América Latina requiere de la atención urgente de estos dos factores de inestabilidad, sin cuya solución se condena a nuestras sociedades a convivir permanentemente con la sensación de inseguridad y de vulnerabilidad.

Voto joven en Argentina: un dilema sobre la mayoría de edad

Los derechos y los deberes forman un matrimonio sin posibilidad de divorcio. Contrario a lo que algunos puedan pensar, la mayor causa de divorcio de nuestros días, –incompatibilidad de caracteres– no aplica en el caso de la pareja derecho-deber.
Ya nos lo explicaba Kant desde el siglo XVIII a partir de la idea de “mayoría de edad”, la cual no consistía para él en una fijación de edad particular, sino en la capacidad de “servirse del propio entendimiento sin la guía del otro”.
De esta forma, se deberían otorgar derechos políticos como el voto a aquellos que demuestren su autonomía al decidir por sí mismos. La definición de derecho sería, en este sentido, aquel regalo que recibimos cuando nos convertimos en merecedores. Sin embargo, esta definición puede resultar anacrónica cuando se ha evolucionado hacia la construcción de unos derechos sociales otorgados a aquellos que por falta de oportunidades (en términos de Amartya Sen) no han podido demostrar sus capacidades o sus merecimientos.
Esta y otras reflexiones similares están vigentes estas semanas en América Latina gracias a dos hechos puntuales: en primer lugar, la próxima elección presidencial en Estados Unidos, cuyos resultados marcarán una pauta importante para la región y, en segundo lugar, la innovadora ley argentina que habilita a los jóvenes de 16 y 17 años para votar.
Sabiendo que del primer tema habrá un número casi infinito de análisis, vale la pena reflexionar sobre el segundo que ha sido opacado por la coyuntura electoral.
En los últimos días la presidenta Cristina Fernández declaró, luego del anuncio de la nueva ley que permite el voto a partir de los 16 años, su orgullo por vivir en un país en el que cada quien tuviera la libertad de decir lo que “se le diera la gana”, y añadió, según el diario La República “si hay que ofenderse por las cosas que dicen, estoy en primera fila por derecho de ofensa”.
Valdría la pena preguntarse si fue justamente ese “derecho” el que aplicó la oposición política cuando al ser tildada de “narcosocialista” por un parlamentario del partido oficialista, se retiró del Congreso en el momento de la votación de la ley joven.
Sin importar si las acusaciones son justificadas o no, este episodio es un primer ejemplo sobre el problema que implica separar el derecho de decir “lo que se nos da la gana” del deber de respetar al adversario.
Para algunos, un segundo ejemplo consiste en haber otorgado el voto a los jóvenes de 16 y 17 años. El principal argumento en contra de la ley es la facilidad de los jóvenes para dejarse influenciar, lo que presupone que son incapaces de decidir por su cuenta y, por lo tanto, de cumplir el deber de elegir por sí mismos. Sin embargo, el argumento resulta débil pues hay que recordar que todo ser humano es influenciable y que su margen de “influenciabilidad” no depende necesariamente de su edad física sino, más bien, de su edad mental.
Hay personas con 30, 40 y hasta 80 años que siguen comportándose por decisión propia (porque no decidir también es una decisión) como “menores de edad”, pues disfrutan de la comodidad de tener un “tutor” que los dirija en su rumbo diario.
En esa medida, una persona de 16 años puede haber formado un criterio autónomo acerca de lo que quiere para su país y expresarlo a través de las urnas tanto como una persona de 18 o de 30 años.
Ello no implica sin embargo que el gobierno argentino haya dado un gran paso democrático como él mismo cree, pues los jóvenes, y sobre todo los de hoy, pueden expresarse de formas más plurales y más eficaces que el mismo voto, lo que quiere decir que quienes son jóvenes activos, lo seguirán siendo también a través del voto, pero quienes no están interesados en tomar las riendas de su futuro no traducirán automáticamente la posibilidad de votar como una ampliación de sus derechos ni, mucho menos, como un sueño hecho realidad.
El verdadero reto consiste entonces en formar ciudadanos libres y “mayores de edad” en el sentido kantiano, pues de nada sirve habilitar a un 1’400.000 jóvenes para votar si éstos no tienen conciencia del poder de tomar decisiones propias, como de nada sirve la democracia si los ciudadanos no nos apoderamos de nuestro destino y si no brindamos oportunidades a quienes tienen capacidades.
¿Será entonces la habilitación del voto joven otra de las muchas oportunidades desaprovechadas? Los jóvenes nos responderán el próximo año en las elecciones legislativas.