La paradoja colombiana se encuentra en la convivencia – casi burlona – entre, por una parte, los buenos resultados económicos (disminución del desempleo y de la inflación, aumento de la inversión y del PIB) y los avances sociales e institucionales de los últimos años y, por otra, un conflicto que durante décadas ha producido 250.000 muertes, 5.000.000 de desplazados y ha destruido la posibilidad de una verdadera discusión democrática.
¿Esta paradoja es real? Es decir ¡puede realmente existir una democracia sin vida democrática? Tal vez el panorama es mucho más oscuro de lo que parece. Las promesas económicas son el resultado de una forma de medir que proyecta un crecimiento general sin tener en cuenta que este apenas si tiene efectos sobre una parte de la población (más del 60% de la población activa colombiana vive en la informalidad) que sigue – y seguirá, ya que se ignora – viviendo al margen de las cifras y de las promesas trazadas por la clase política nacional.
De igual forma los supuestos avances socio institucionales son más el resultado de un espejismo que una realidad concreta. La última década ha probado – en el sistema judicial en su totalidad y en las instituciones políticas empezando por el congreso, para citar los ejemplos más insultantes – que el desmantelamiento institucional es un hecho que va mucho más allá de la percepción negativa expresada por la ciudadanía.
Así las cosas, la paradoja colombiana no es tal. Primero, porque no puede existir una democracia sin vida democrática y, segundo, porque los supuestos avances son resultado – como se ve – de una percepción tergiversada. Hay, eso sí, instituciones que se quieren, o se dicen, democráticas, pero que están tan deslegitimadas desde la opinión pública como deterioradas en su funcionamiento cotidiano.
Y sin embargo, en la sociedad colombiana hay quienes no sólo se atreven a defender la vitalidad de las instituciones, sino que además se niegan a comprender la complejidad del conflicto colombiano. Hay quienes afirman que el proceso de desmovilizaciones de los paramilitares ha sido un éxito rotundo y que, para terminar con el conflicto, sólo es necesario acabar militarmente con los grupos guerrilleros. Como si, además, fuera posible distinguir tan fácilmente el bien del mal. Como si, confundidos entre esos grupos, no existieran legítimas movilizaciones campesinas tachadas de grupos guerrilleros vestidos de civil, o como si al interior del Estado sólo hubiera políticos bienintencionados buscando acabar con el conflicto. Como sí, finalmente, un día después de acabar militarmente con los “malos” del país pudiéramos amanecer en un paraíso refundado.
Y sobre todo esto parece, además, que los candidatos no están interesados en proponer soluciones inteligentes, bien porque no son inteligentes, bien porque no tienen soluciones. Por eso, tal vez, la campaña electoral no existe; porque sus candidatos principales se ocultan tras los escándalos y porque ni los medios ni los ciudadanos se permiten escuchar a los otros candidatos.
Desde luego, a ningún país le gustaría reconocer sus falencias en el ámbito democrático. A ninguno caer en el grupo de los rotulados como “Estado fallidos” o “democracias de garaje”, pero – por muy molesto que suene – el debate electoral colombiano es signo insoslayable de la inexistencia de un verdadero debate democrático en el país. ¿La culpa es de los candidatos? Sí, parcialmente. Pero también de los medios de comunicación, que actúan de manera irresponsable; y de los ciudadanos, tanto de los apáticos, como de los radicales.